Cuando comencé a ser habitué de la estación de Constitución, rápidamente empece a notar su presencia y me daba intriga saber algo de su historia. Así es como un día me despojé de mis miedos y lo saludé… me respondió respetuosamente y me dio la mano; esa tarde comencé a frecuentarlo…

  • Día 1: Salí del trabajo. Empecé a caminar y frené a comprar empanadas. Pedí dos. Me comí una y guardé la otra para llevársela al hombre que vive en un banco del andén ocho. Me subí a la bici. Fui directo a la estación de tren y lo busqué. Le di la empanada sin decir nada y la recibió sorprendido pero alegre.
  • Día 2: Mismo trayecto. Esta vez lo saludé, le di la mano y le pregunté cómo estaba. Me respondió que bien. Le dije que me había sobrado una empanada; la recibió muy contento.
  • Día 3: No compré nada, fui con las manos vacías. Lo encontré, le di la mano y lo saludé. Le conté que había comido temprano y no tenía nada. Rápidamente agarró una caja. Me acerqué para ver qué tenía ahí: había pan con alguna sobra de no sé qué (parecía que estaba queriendo encontrar algo para convidarme) -No, no hace falta- respondí antes de que me hubiera ofrecido algo. Le repetí que yo ya había almorzado. Le pregunté cómo se llamaba. –Rafael- respondió. El tren estaba por salir así que charlamos rápido, me dijo que estuvo vendiendo turrones y que no le quedaban más, pero que había poca gente (asocio que sería poca gente que le comprase) Intercambiamos pocas palabras pero fue una conversación amena. Le di la mano. – Soy Cristian- le dije. Lo saludé y me fui. Que me haya querido ofrecer algo (o por lo menos que esa haya sido su intención) me dejó pensando durante todo el viaje. Me golpeó.

Compartir

Dejar un Comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *